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Tacoronte Acentejo

Escucho con cierta frecuencia la afirmación contundente que los vinos canarios no son competitivos ni lo pueden ser. Y enseguida se salta a la insularidad, la accidentada orografía y los demás supuestos condicionantes naturales para respaldar esta afirmación y convertirla en algo inevitable. Se sigue argumentando que, por lo tanto, debe contar el sector con ayudas para sobrevivir en un “mundo globalizado” lleno de competidores muchos más fuertes.
Hasta aquí el cuento. Hagámonos un par de preguntas al hilo del mismo. ¿Qué es ser competitivo? Y si somos tan ineficientes, ¿cómo que no hemos desaparecido ya? ¿Sólo por las ayudas? Las ayudas “ayudan”, valga la redundancia, pero están lejos de ser la única razón de la supervivencia del viñedo canario. Para dar respuesta a la pregunta sobre la supervivencia de los ineficientes, conviene empezar por el propio concepto de competitividad, tan idolatrado en nuestros tiempos: ¿qué es ser competitivo?
Parece obvio que la competitividad tiene relación con la capacidad de sobrevivir como unidad productiva, sea como empresa individual o como sector. Esta supervivencia se logra bajo determinadas circunstancias y estos factores de entorno, la competencia, pueden ser más o menos favorables o adversos. La teoría habitual es que mayores niveles de competencia, en los denominados “mercados libres”, provocan una mayor presión sobre los actores que participan en estos mercados y que deben esforzarse para volverse más eficientes si quieren sobrevivir. Todo muy paralelo a la supervivencia de los “más aptos” de la teoría darwinista.
Pues bien, para ser de estos “más aptos” se pueden utilizar vías diferentes, a veces hasta contrapuestas. En economía las principales vías son la competitividad-precio –vender más barato–, anclada en bajos costes de producción, y la competitividad no-precio – vender algo distinto–, que depende de la diferenciación del producto a ojos del consumidor. Conviene repetirlo con claridad: no siempre hace falta ser el más barato para ser el más atractivo (si lo dudan vayan a una discoteca). A su vez, las fuentes de diferenciación del producto pueden ser múltiples, en el caso de los alimentos puede hacerse vía sabor, propiedades nutricionales, valor de marca, y un largo etcétera. Y la coletilla de “a ojos del consumidor” es sumamente relevante, porque las diferencias no percibidas no influyen en las decisiones de compra, mientras que la percepción de diferencias inexistentes sí lo hace (“¿te gusta conducir?”). Es por ello que hacer catas ciegas es interesante, porque despojado del apoyo en sus marcas, muchos vinos “parecen” otra cosa.
Volviendo al principio: los vinos canarios no son competitivos. No lo son en términos de costes de producción en comparación con Australia o Chile, pero sí lo pueden ser como productos diferenciados. Entonces, ¿qué deben hacer para diferenciarse? He aquí algunas posibilidades:
Primero, el vino en sí debe cumplir con una calidad técnica mínima y presentar un perfil organoléptico diferenciado del mainstream(“más de lo mismo no, por favor”). Sigue habiendo muchos vinos canarios mediocres en esta materia. Segundo, el vino canario permite al consumidor local contribuir al mantenimiento sostenible del entorno natural/cultural en el que vive. Esta contribución hay que hacerla visible y ponerla en valor. Tercero, la proximidad de la producción al consumidor permite desplegar una oferta de experiencias directas que el lineal del supermercado no puede ofrecer. Puedes vendimiar, pisar uva, probar mostos y compartir buenos ratos. Todo ello debe organizarse y el sector vitivinícola de Canarias sigue siendo muy débil en esta faceta de servicios colaterales.
En las últimas dos décadas hemos logrado mejorar la calidad técnica de los vinos, hemos explotado “lo nuestro”, pero poco hemos hecho para que la proximidad al consumidor se convierta en percibida y apreciada. Después de embotellar y distribuir toca enamorar…

D.G.

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