En las islas canarias de mayor relieve los pisos altitudinales reciben los nombres de costa, medianías y cumbre. Entre los 600 y los 1500 metros de altitud (varía un poco según a quién le preguntes o dónde te encuentres) se encuentran los espacios agrarios de las medianías, con sus papas, viñedos y huertos. Espacios ya no solo agrarios sino también rurales en el sentido más amplio, de asentamientos cada vez más dispersos, con sus particularidades sociales y su propia riqueza de costumbres.
Las funciones de las medianías en la historia económica del archipiélago canario se han descrito como espacios de autoabastecimiento alimentario de la población en explotaciones familiares pequeñas, en contraposición a los cultivos de exportación ubicados en las zonas costeras y con mayor concentración de la propiedad del suelo. Consecuencia de este devenir histórico de las medianías es un presente que sigue marcado por el predominio de pequeñas parcelas, personas que las cultivan y no obtienen sus principales ingresos por ello, y una comercialización de los productos que es en gran parte local y retiene un significativo apartado de autoconsumo y una distribución informal vía redes sociales y al margen de los mercados formales.
El vino es una piedra fundamental en este mundo de las medianías. Lo es no sólo en términos cuantitativos, también lo es por su papel en la cultura local y la gastronomía. Si todas estas familias siguiesen criterios puramente económicos, gran parte de este viñedo ya habría desaparecido. Es esta imbricación del vino en los valores y la cultura de las medianías la que mantiene vivo y vigente este producto. Como me comentó el otro día un amigo: «a mi padre le quitas la viña y sería como si le arrancaras un brazo». Menos mal que existen otras racionalidades más allá de la económica. ¡Benditas medianías!
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